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Wolfgang Helbirg |
El siglo XIX constituye una época realmente apasionante. Además de ese entusiasmo ocultista, especialmente en los países llamados occidentales, también fue un buen siglo para la arqueología. Existía un intenso deseo de descubrir los orígenes y primeros pasos de la humanidad en la tierra; los hallazgos se sucedían, algunos eran menores pero otros constituyeron auténticos hitos en la historia del hombre sobre la tierra, como es el caso de las Cuevas de Altamira o las ruinas de Babilonia
Lógicamente, en aquellos años las herramientas de datación histórica eran muy pobres, lo que creaba muchos problemas a la hora de certificar la autenticidad de los objetos que se encontraban. Un dato que se tenía muy en cuenta a la hora de dar por bueno un hallazgo arqueológico era la credibilidad y el buen nombre de la persona que lo había encontrado. En el caso que hoy nos ocupa, el broche o fíbula de Preneste, el prestigio de su descubridor constituyó la única prueba de peso para demostrar su legitimidad.