Llevo un año muy movido en todos los aspectos,
especialmente en cuestiones dentales. Realmente he hecho de la consulta de mi
dentista mi segundo hogar, aún en contra de mi voluntad. El caso es que hace un
par de meses, en uno de esos momentos que se prolongan indefinidamente en la
sala de espera, decidí pasar el rato hojeando revistas, algo que no suelo hacer
porque realmente me interesan muy poco las andanzas de gente que ni sé quién
es. Pero, curiosamente, mi dentista es muy peculiar y, mezcladas con revistas
del corazón, tiene unas cuantas destinadas al mundo del motor (tema que me
interesa todavía menos) y varios ejemplares de revistas de ciencia. Así que,
opté por una de estas últimas.
Para mi sorpresa estuve bastante entretenida
con un ejemplar atrasado de “Muy interesante”; especialmente me llamó la
atención un artículo sobre algo que no tenía ni la menor idea de lo que era, en
mi vida había oído hablar de semejante cosa. Se titulaba El Acantilado de
Kuiper, y empecé a leerlo, pensando que sería un acantilado de alguna isla
exótica (quien supiera de antemano de qué se trata, perdone mi ignorancia, pero
no soy muy de ciencia). El caso es que el texto me atrapó. Y no, no se trata de
un atolón en el pacífico ni nada por el estilo, por el contrario, para
ubicarlo, tenemos que alejarnos muchísimo más, concretamente tenemos que dejar
atrás Neptuno hasta llegar al Cinturón de Kuiper.